Excerpt
Roquera #1
Capítulo uno: Melancolía por mi mejor amiga
Por primera vez en la vida, se me pegaron las sábanas.
Generalmente, soy la primera en bajar las escaleras en los días de clases. Pero, cuando me despertaron los rayos del sol colándose entre las persianas, volví a cerrar los ojos. Me habría quedado durmiendo si mami no hubiera entrado en mi cuarto.
—Jada, es hora de levantarse
—me dijo.
Chillé y, de un tirón, me cubrí la cabeza con la cobija.
Pensar en la escuela significaba pensar en Mari. En el recreo, nos íbamos a buscar rocas: lascas de roca negra como tinta, trozos anaranjados perfectos para escribir en el pavimento, pepitas grises salpicadas de plata que centelleaban en la luz. ¿Por qué tuvo que mudarse?
Mamá se sentó junto a mí en mi sofá cama y suavemente volvió a poner la cobija peluda en su lugar. Los ojos se me nublaron y resoplé intentando no llorar.
Me volteé hacia la pared.
—Sé que echas de menos a Mari —me dijo, mientras me quitaba la bufanda de dormir y acariciaba mis trenzas—. Pero hay muchos niños en tu clase a quienes les encantaría ser tus amigos. Ya verás.
Me dio un beso en la cabeza y me dejó sola para que me alistara. Me aseé y me puse mis jeans con bolsillos profundos para llenarlos de rocas y mi camiseta del dragón púrpura. Abrí mi joyero y saqué el pendiente en forma de corazón que Mari me regaló en mi cumpleaños. Lo apreté en mi mano. Su mitad decía “mejor”. La mía decía “amiga”. Mari se mudó de Raleigh a Phoenix apenas el viernes, pero ya yo sentía que se había ido una parte de mí.
Papi hizo pancakes de banana para el desayuno.
—¿Mi hija favorita podría regalarme una sonrisita? —preguntó.
Eso siempre me hacía reír. Soy su única hija. Traté de sonreír, pero se sintió como una mueca. Todo dientes y nada de alegría. Mientras Jackson, mi hermanito, engullía sus pancakes, yo solo pinchaba los míos con el tenedor. Finalmente, bajé un bocado con un trago de leche.
Papi puso su mano sobre mi hombro.
—A veces sentimos que la melancolía nunca se va a ir —dijo con dulzura.
Entendí lo que quería decir. Papi toca todo género de música: hip-hop, jazz, reggae. Pero sus melancólicas canciones de blues me hacían pensar en una pena muy profunda. Me preguntaba si el dolor por la ausencia de Mari se iría alguna vez.
—Pero ¿sabes qué es seguro? —me preguntó.
Alcé la vista para mirarlo y negué con la cabeza.
—La melancolía no dura para siempre.
De camino a la escuela pensaba en lo que me había dicho papi.
—Trata de pasar un buen día, cariño —dijo mamá al dejarnos a Jackson y a mí en la primaria Brookside.
Asentí con la cabeza antes de cerrar la puerta del auto. Tal vez no sería tan malo como había pensado. Tal vez podía tener un día más o menos bueno sin mi mejor amiga.
Acompañé a Jackson al kindergarten y subí lentamente las escaleras que dan al pasillo del cuarto grado. La señorita Taylor había anunciado que comenzaría una nueva unidad de ciencias. No podía evitar sentirme un poco entusiasmada con eso. Pero cuando entré al aula, lo primero que vi fue el asiento de Mari vacío. Me senté enfrente y rápidamente escondí la cara detrás del libro de la biblioteca sobre los diferentes tipos de gemas.
—Lamento que Mari se fuera —me susurró Lena mientras se deslizaba en su asiento. Ella y Carson se sentaron en mi mesa.
Éramos el único grupo que ahora tenía tres estudiantes, en lugar de cuatro.
Bajé el libro y la miré. Papi decía que los ojos de una persona pueden revelar muchas cosas. Sus gentiles ojos castaños decían “espero que estés bien”.
—Gracias —respondí.
Lena es agradable. Su mejor amiga es Simone. Son fanáticas de saltar la cuerda. Pensé en lo que dijo mamá de hacer nuevas amistades.
Durante el almuerzo, me senté enfrente de ellas y esperé tener una oportunidad para hablar.
Simone me echaba vistazos y fruncía el ceño. Platicaba con Lena acerca de todo lo que hizo y lo que planeaba hacer, como si tuviera miedo de dejar de hablar. Finalmente, me observó con cautela y mordió su pizza. Me lancé de lleno.
—Tengo una adivinanza. ¿Qué cosa salta, pero no camina? —les pregunté.
Lena se encogió de hombros. Simone parecía molesta.
—¿Se dan por vencidas? Lena asintió.
—Una piedra. No puede caminar, pero puede dar saltos en el agua.
Esperé a que reaccionaran. Lena mostró una sonrisa. Simone puso los ojos en blanco.
—¡Qué tonto! —murmuró.
Un par de niños soltaron una risita nerviosa.
No despegué los ojos de mi sándwich de pavo. A Mari le habría encantado ese chiste.
Después de almorzar, hicimos fila para el recreo. Me mordí el labio inferior; deseaba quedarme dentro. En cuanto vi el patio de juegos, volvió la pena por la ausencia de Mari.
—Oye, ¿quieres saltar a la cuerda con nosotras? —preguntó Lena.
Yo era un verdadero desastre saltando la cuerda, pero la invitación me hizo sentir mejor. Lena y Simone pertenecían al Club de las conejitas, que eran niñas que podían saltar más de cien veces seguidas la cuerda sencilla y doble. Me encantaban sus trucos, como saltar en un solo pie, tocar el suelo entre saltos, y saltar tan rápido que los latigazos de la soga sonaban como tambores.
—Probablemente lo único que quiere es ir a buscar rocas —respondió Simone por mí—. ¿Verdad, Jada?
—Sí —mentí—. Gracias de todos modos, Lena.
Caminé por el área de los columpios donde Mari y yo habíamos encontrado nuestros mejores ejemplares.
Una vez, conseguimos una pirita. Estaba cubierta por tierra anaranjada, así que no parecía muy prometedora al principio. Pero cuando le saqué brillo con mi pantalón, vi los destellos de los puntos dorados.
La llamaban el oro de los tontos, pero para nosotras, era un tesoro.
Recogí una piedra gris lisa y una roca dentada marrón y las metí en mi bolsillo. Nada especial. Buscar tesoros sola no era divertido. Me senté en un banco y observé a mis compañeros —¿Algo bueno? —preguntó Miles mientras esperaba su turno para patear la pelota. Le gustaban las rocas tanto como los deportes.
—No.
—Sigue buscando. Ya encontrarás algo.
Cuando nos alineamos para volver adentro, metí la mano en el bolsillo y sentí otra vez mi piedra lisa. No era lo que estaba buscando, pero estaba bastante bien. Casi un óvalo perfecto.
Fría al tacto y justo del tamaño de mi mano. Mari le habría dado el visto bueno. Apuesto a que Miles también lo haría. Quizás papi tenía razón. La melancolía no duraría para siempre.